Adoro Toledo, deambular por sus calles sin rumbo fijo, lejos de los turistas (la siento como si hubiera nacido en ella). Hoy un día gris y lluvioso las calles están desiertas sin asomo de vida aparente.
La mejor forma de ver Toledo es perderse en ella. Caminar por sus calles empinadas y descubrir uno a uno sus rincones. Introducirse por un callejón sin salida, llegar al final y retroceder. Colarse a través de un portalón de madera vieja y cuarteada y ver el magnífico patio que se oculta tras él.
Imaginar que hubo un tiempo, muy lejano, en el que coexistieron en esta ciudad las culturas derivadas de las tres grandes religiones monoteístas. Coexistieron más que convivieron porque este último verbo implica un cierto grado de armonía y no siempre la hubo. A estas alturas, eso importa poco. Toledo está ahí, con su catedral y sus iglesias y ermitas cristianas, sus mezquitas y sinagogas. Queda la huella de lo que esta urbe fue en su momento: uno de los grandes centros culturales del continente. Ese es el espíritu que el turista puede buscar por sus calles. Y para eso no hacen falta brújula ni orientación. Te tienes que dejar guiar por tu instinto y por el azar.
Lo menos conveniente en Toledo es planificar y ordenar la visita, porque entonces la magia no se hará presente con tanta facilidad.
Pero antes de iniciar el lento deambular por sus calles, conviene tener una visión de conjunto. Lo mejor es contemplar la ciudad desde alguno de los miradores. El del Valle, al otro lado del Tajo, ofrece la estampa más típica. Sube hasta él, haz un pequeño esfuerzo de imaginación y contempla el esplendor de Toledo tal y como era hace más de cuatro siglos, cuando El Greco estaba en la ciudad.
Después, piérdete. Literalmente. Seguro que en algún momento llegaras hasta la zona más alta de la ciudad, donde se encuentran el Alcázar y la plaza Zocodover. De esta te llamará la atención su encanto provinciano. Muy lejos queda el tiempo en que Toledo fue capital de España (cuando llegó El Greco hacía ya 16 años que había dejado de serlo) a mediados del siglo XVI. Para entonces las tensiones religiosas y la labor metódica e implacable de la Inquisición habían hecho de las suyas.
Descendiendo desde Zocodover, llegaras hasta la catedral. Por el camino, deberas hacer trabajar de nuevo a tu imaginación para borrar de lonjas y soportales todos los establecimientos de quincallería que llenan la calles hasta la saturación: esas armaduras más falsas que una moneda de tres euros, esos cuchillos, navajas y escudos que deforman el aspecto de la ciudad hasta convertirla en un parque temático de una Edad Media que nunca fue así.
Caminando de acá para allá, te encontrarás con la soberbia Puerta de Bisagra, el Monasterio de San Juan de los Reyes, la mezquita del Cristo de la Luz, las sinagogas del Tránsito y Santa María la Blanca, los puentes de Alcántara y San Martín y, fuera del casco antiguo, el hospital de Tavera. Todos ellos, monumentos maravillosos, dignos de una visita tranquila y hay mucho más: museos, iglesias, plazas, rincones...
La guinda del paseo, la cita ineludible aunque tengas que esperar, es la iglesia de Santo Tomé. Digámoslo pronto: no se trata de uno de esos templos inolvidables por la originalidad de su construcción ni la riqueza de su ornamentación. Si es el centro de la mayor parte de las visitas a la ciudad es porque en ella está -y no se ha movido nunca porque fue creado justo para ese espacio- 'El entierro del señor de Orgaz', uno de los cuadros más célebres jamás pintados.
Solo con esa obra habría pasado su autor a la Historia del Arte, pero El Greco no se limitó a eso. Tienes que visitar su casa museo y el Monasterio de Santo Domingo el Antiguo, aquí está su tumba y sus primeras obras.
Así que te dejo que hagas trabajar un poco más a la imaginación para sumergirse en el brillo y los misterios de esta ciudad irrepetible.
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